Ridley Scott es un violento

Black Rain, la nueva película de Ridley Scott, era también el título de una película de Imamura sobre la etapa más difícil de las relaciones USA-Japón, -la lluvia atómica sobre Hiroshima y Nagasaki- que ahora, el director inglés reutiliza. La reacción en USA a este enfrentamiento entre individualismo americano y espíritu de grupo japonés -ante la impresión que da su película de un mundo asiático impenetrable y vencedor- ha sido la de tacharle de racista por haber realizado un film así en un momento donde el peligro amarillo es uno de los temores más fuertes de la industria y la cultura americana. 

«Creo que en Japón en cambio ha gustado mucho» -explica Scott. Han visto un retrato de su país que no está destinado a los turistas. Osaka está fotografiada como el microcosmos de la confusa y excitante sociedad japonesa. Ken Takakura es el prototipo del «hombre cualquiera», no es un samurai, es una persona común, honesta, políticamente sin complicaciones pero no ingenuo. Creo que mi visión personal de Japón es, en esta ocasión, bastante objetiva. 

Estuve allí, localizando exteriores desde abril a octubre. Esta es para mí la fase fundamental de una película; localizar no es sólo individuar lugares donde filmar, es atrapar una atmósfera. El proceso de mirar, de empaparse de una realidad desconocida es apasionante, me proporciona una serie de elementos fortísimos para desarrollar la historia base; es la parte de mi trabajo a la que dedico más tiempo: hago croquis, escribo, busco fotos, recortes, todo lo que me sirve para que los elementos visuales sean un segundo guión».

Hay mucho de «Blade Runner» -parábola de una generación redimida por sus robots replicantes, en revuelta para impedir el propio holocausto una vez que, adquirida la cualidad de la memoria, se vuelven más humanos que sus creadores- en esta Black Rain. Desde la ambientación: mundos nocturnos y fascinantes enrarecidos por una luz perenne (conseguida quemando incienso ante la cámara, marca de fábrica de los hermanos Scott), hasta las ideas claves: el antagonismo de base, (creadores-replicantes), (individualismo americano-corporativismo japonés), desemboca en la aceptación final de la alteridad (Rick Deckard-Raehael) (Nick Conklin-Matsumoto Masahiro), después del ritual calvario del héroe que pasa irrevocablemente por la pérdida o el sacrificio de la inocencia (Roy Batty (Rutger Hauer) Charlie Vincent). 

«El único parecido», asegura el director, «es que en Blade Runner, que estaba hecha en Los Angeles, había una serie de personas con rasgos somáticos orientales, algo facilmente explicable porque es una zona donde viven los descendientes de los viejos emigrantes chinos y donde creo que seguirán viviendo y multiplicándose hasta el 2.000, y Black Rain está filmada en Japón. Aparte del aspecto físico de la mayoría de las comparsas creo que son películas muy diferentes». Hay en las dos también un gusto muy especial por la violencia, una violencia a veces de una belleza obscena, más fría que espectacular, más sugerida que exhibida, pero siempre presente. «Cuando me preparo para rodar una película -contesta- tengo una serie de materiales frente a mí, un guión, una idea, una situación. 

Me interesa lo que es atractivo, esta violencia puede serlo a veces, no siempre. El problema es que cuando estás empezando tratas de caracterizarte lo más posible y luego esta caracterización se convierte en una prisión de la que no es fácil escapar; les pasa también a los actores que se convierten en «tipo». Por otra parte, las películas con las que yo disfruto son la antítesis de las que realizo, por ejemplo este año me gustó mucho Rain Man. Me gustaría dirigir una comedia o un musical, un género que me encanta y que no he tenido posibilidades de realizar todavía.

Ridley Scott cuenta los millones de dólares que hizo derrochar a los productores de Legend, sintiéndose culpable no de haber hecho una película aburridísima, -algo que tampoco tiene reparos en reconocer-. La medida de su éxito, insiste, es la del número de entradas vendidas. 

Hace años afirmaba que lo que más le había gustado del Amadeus, de Milos Forman, era la visión de un Mozart componiendo por encargo. «Igual que Picasso -dice ahora-, por eso me gustaría mucho rodar una película enfocando la personalidad del pintor desde este ángulo mercantilista» La contradicción de su personalidad, que irrita a Ridley Scott cuando se le hace notar, arranca probablemente de su doble identidad reivindicada con satisfacción: la de publicitario de éxito y la de director cinematográfico -visto que él no quiere en absoluto ser llamado artista. 

Doble identidad reforzada posteriormente por el hecho de vivir en Estados Unidos siendo y sintiéndose profundamente inglés. De los «spots» que Scott sigue llevando a cabo junto a su hermano en la compañía Ridley Scott Associated (las famosas campañas de PepsiCola y Apple llevan su firma), este «mediador de gustos», como ama definirse, cree que son «fundamentalmente una forma de comunicación, donde lo más importante son los efectos, la técnica, la fotografía: lo primordial no es la historia o el producto que sirve de soporte, es hacer que esta historia resulte convincente». Ridley Scott cambió el concepto de horror después de Alien. 

Durante la década de los 80 hemos asistido a una proliferación de películas con el enemigo «dentro» y no en la realidad exterior. Si se le pregunta a Scott sobre la complicada y no menos apasionante lectura de Alien: el despertar de los astronautas en una especie de útero caliente, el computer llamado «Madre», el uso constante y obsesivo de símbolos que recuerdan la gestación responde de un malhumorado: «Nunca me planteé la película con esta idea. 

El guión preveía que había que hacer nacer a un monstruo y así filmé literalmente un nacimiento sobre una especie de mesa de cocina». Impasible, líquida «Blade Runner» -ensamblaje perfecto de todos los elementos que constituyen un film- con un: «Me gustó la historia de amor entre un detective del años 2.000 y un robot; me pareció original y sencilla». ¿Bromea Scott al decir esto?, cuando eligió como fondo la novela más difícil de un autor maldito de la contracultura americana (Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), consiguiendo, si es posible, superar la idea original del creador y filmar un Los Angeles alucinante, una profecía del 2.000, multirracial, multilingual, con una ambientación que no desmerece ante Metrópolis de Fritz Lang; y luego, además, cuenta que no terminó la novela porque era muy complicada. «Sí yo hubiera seguido la narración al pie de la letra, -responde Scott- el resultado se habría parecido mucho a una clásica película de cienciaficción con robots, exactamente lo que yo no quería hacer. 

Me decidí a hipotizar otra serie de soluciones y de aspectos para la humanidad del 2.000: lógicamente nos volveremos más sofisticados de lo que ya somos en todos los campos, desde la tecnología a la arquitectura. El mundo que yo creé en Blade Runner participa de esta sofisticación, de esta mezcolanza racial y de lenguas hacia la que nos dirigimos. Probablemente enfaticé algunos aspectos del problema, pero siempre dentro de una lógica evolutiva. Eso es todo».

De sus películas, tres -Blade Runner, La sombra del testigo y Black Rain- no serían concebibles fuera de una metrópolis. Muchos de sus mejores planos son vistas aéreas de grandes ciudades. A este gusto por las grandes urbes responde: «Me impresiona siempre la belleza, que no tiene que ser necesariamente clásica. Un paisaje industrial, como el que se ve antes de aterrizar en Osaka puede ser de una belleza anómala. Creo además que mi formación cultural, la Scholl of Arts británica, donde estudié pintura, fotografía y arquitectura influyó mucho en mi predilección por las ciudades, ya que me sirvió para escudriñar a fondo complejos arquitectónicos. Puedo recorrer Nueva York de noche y seguir encontrando ángulos sorprendentes, rincones que mi mente graba y que afloran a la memoria en forma de planos cinematográficos. Pero no me interesan sólo las metrópolis modernas. Algunas calles de Roma al amanecer son sorprendentes».

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