Como extraños en el tren

Tome el tren en la Estación de Chamartín. Un tren nocturno, mi medio de transporte favorito. Con su cafetería y su restaurante: cenar, tomar una copa, leer una revista y, sobre todo, mirar. En el tren, más si es nocturno, se mira como jamás se mira en los aviones. Hablo de memoria. Respecto a los aviones, digo. Una vez instalado en mi departamento, me fuí derecho al restaurante. Me senté en una mesa vacía tras sugerir al camarero que no deseaba compañía.

En los trenes toca, a veces, compartir la mesa. Puede ser un incordio beberse el rioja con un ejecutivo interesado en la manipulación televisiva. Al poco llegó una mujer joven y atractiva. Resplandeciente. Se sentó frente a mí, en otra mesa, y encendió un cigarrillo. Rubio fumaba la rubia. El tren aún no había arrancado. 

La mujer, a través del ventanal, hablaba a muecas con un hombre que había acudido a despedirla. Le sonreía, le sonreía mucho. El tren inició su marcha, y la mujer dijo adiós al hombre. Dos besos le mandó con los labios. Así. Poco después entró en el restaurante otro hombre. Joven también, alto, no muy bien parecido. El camarero le preguntó a la mujer si no le importaba compartir su mesa con aquel hombre.

Ella dijo que no, pero en realidad sí. El hombre, tras un silencio breve- otro cigarrillo, otra mirada a los suburbios-, preguntó a la mujer talgo sobre el horario del tren. Ella contestó, y volvieron al silencio. Durante veinte minutos se repitió la secuencia. El hombre preguntaba cualquier cosa, la mujer respondía de cualquier manera. Media hora después charlaban animadamente. Gésticulaban, se movían. Oí risas. De ella. Y así siguieron. Al terminar la cena, el hombre pidió una ginebra. La mujer no quiso nada. El restaurante, vacío. El resto de la clientela, en la cama. El camararero, echando cuentas.

Aquella mujer, aquel hombre, y yo que miraba. Fumé mi último cigarrillo, y yo también me retiré a dormir. El hombre y la mujer continuaban hablando. ¿Intimos ya? Yo no pongo el final de esta historia. Pero pienso que aquella mujer, que dos horas antes despedía con besos a otro hombre, había cedido algo ante el hombre que se sentó a su mesa. ¿Era ya, sólo éso, una traición?

¿Le gustaría al hombre que acudió al andén ver como ella compartía su velada con un desconocido? Me pregunto cuántos hombres, entre aquellos que en estos días han ido a una estación a despedir a su mujer, estarán seguros de que la mujer de la que les hablo no es la suya. ¿Estará segura mi mujer de que el desconocido del que escribo no soy yo? Lo mire por donde lo mire, el episodio referido me parece que constituye un caso claro de inseguridad ciudadana.

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