Rouge, la barra de labios de Dior

Esta semana, Madrid y Barcelona celebraron fiestas el mismo día y a la misma hora, con estilos tan distintos como los del Barça y el Real Madrid en el campo de juego, con tanta distancia como la que separa a la capital y el Mediterráneo, al ruido de la fanfarria y al rumor de la discreción, al atractivo del glamour internacional y a la elegancia de la periferia labrada durante siglos de cultura y placeres de la vida.

Dior desembarcó en Madrid para celebrar los 50 años de su legendaria barra de labios, Rouge, y organizó un montaje pleno de grandeur, comparable a la llegada de Napoleón Bonaparte. Monumentos como la Puerta de Alcalá, la plaza de Neptuno o la sede de la Bolsa se tiñeron de rojo, a juego con los labios tentadores de la firma. Una puesta en escena como la que se hizo con la Torre Eiffel, el Obelisco de la Plaza de la Concorde y otros edificios emblemáticos de París, Nueva York y Londres.

Y mientras, en Barcelona, la firma Mango, una de las grandes empresas de moda española que, de verdad, cuenta en el mundo, elegía el Palau de la Música, uno de los más hermosos símbolos del Modernismo de principios del siglo XX, para celebrar el primer desfile de su historia.

Isaac Andik, el discreto y desconocido fundador de la firma, anunció, horas antes, la creación de unos premios de moda a jóvenes diseñadores emergentes, que se convertirán por su dotación, 300.000 euros, en uno de los más importantes del mundo. Antes del desfile, Mayte Martín cambió su habitual repertorio flamenco por unos boleros muy sentidos que emocionaron a Milla Jovovich, la nueva imagen de Mango, una eslava con fuego en el cuerpo.

María García de la Rasilla, Covadonga O'Shea, Purificación García, Eugenia Osborne y las nuevas generaciones de las dinastías Raventós, Puig, Fontcuberta o Figueroa, apellidos antiguos con imagen del siglo XXI, ocuparon los mismos palcos y butacas del Palau desde los que tantas veces se han escuchado a los más grandes de la ópera. La fiesta se cerró sin algarabías, con un cóctel de productos catalanes, exquisitos y de calidad.

En Madrid, mientras tanto, Dior ocupó otro templo, el icono del dinero y el poder económico para festejar frivolidades femeninas que llegan de París. La Bolsa se tiñó de rojo para recibir a Monica Bellucci, esta vez simpática y accesible. Y a su medida, un masseratti único, de cuatro puertas, traído expresamente de Milán para dar impresión de poderío y riqueza sin límite.

Ningún chófer profesional quiso ponerse al volante de esa joya, hasta que finalmente un amigo de la casa, apuesto y políglota, se ofreció para llevar al bólido y a la estrella hasta la alfombra roja, empapada por la lluvia. Por su culpa, la Bellucci no pudo hacer una entrada como la del Festival de Cannes, pero dejó a todo el mundo igualmente fascinado por su belleza.

Tuvo su mérito convertir la Bolsa en un restaurante de lujo. La cocina del edificio es modesta y está lejos del salón del piso alto, pero Caritina Goyanes, encargada del catering, demostró su talento para cocinar y su capacidad para adaptarse a las dificultades. Ha superado la prueba con matrícula de honor; en verano, en Marbella, se rifarán a este nuevo valor de la restauración.

Bellucci, aunque vino a Madrid con su marido Vincent Cassel, se encontró feliz, sentada entre Joaquín Cortés y el actor Edward Norton. Cuentan que luego se fueron todos a descubrir el Madrid la nuit y que, al día siguiente, costó trabajo sacar a la diva del Ritz para volver al rodaje de su película.

Madrid y Barcelona celebran las fiestas a su manera. Afortunadamente. En la pluralidad de esta España diversa, está su mayor encanto.

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