Calamity Jane la matona del lejano oeste

¿Por qué a la cocinera, lavandera, camarera, bailarina, enfermera, conductora de bueyes y sobre todo exploradora del salvaje Oeste Martha Jane Cannary Burke, nacida en Princeton, Missouri, en 1852, y fallecida en Terry, Dakota del Sur, en 1903, todos la llamaban Calamity Jane? Pues, como en tantos otros casos, aquí hay dos versiones: la suya y la de los demás.

Según su propio relato, Calamity Jane adquirió ese apodo durante una emboscada que los indios tendieron en Wyoming a la patrulla de la Caballería de la que formaba parte. Su jefe, un tal capitán Egan, resultó herido por una flecha y estaba a punto de caer del caballo y quedar a merced de sus perseguidores que sin duda le habrían arrancado la cabellera de cuajo. «Di la vuelta, galopé a toda prisa hasta su lado, justo a tiempo de recogerlo, tumbarlo sobre mi propio caballo y trasladarlo a salvo hasta el Fuerte», explicaría ella. Al recuperarse, el capitán Egan le habría dicho: «Te nombro Calamity Jane, heroína de las praderas». O sea que era porque una y otra vez, en esa y en sucesivas circunstancias parecidas, ella había evitado o vencido a la calamidad.

Numerosos testimonios recopilados, sin embargo, entre quienes la conocieron sugieren que más bien la calamidad era ella, una metepatas, bronquista y pendenciera, capaz de inventar mentiras tan redomadas como que había estado casada con Wild Bill Hickok y tenía un hijo suyo, amén de contumaz levantadora de vidrio. Al final, como mandan los cánones, su historia, a mitad de camino entre una y otra leyenda, se convirtió en un musical de Broadway y en una película con Doris Day como protagonista.

Cuando hace 14 meses se produjo la exaltación de Elena Salgado a la Vicepresidencia Económica del Gobierno este periódico reflejó en su portada el «estupor» que el nombramiento había producido en círculos empresariales y financieros; y alegó en su editorial que «Zapatero tenía en su entorno dirigentes con mucha más autoridad y competencia que habrían transmitido un mensaje de determinación para combatir la crisis, pero ha preferido recurrir a una burócrata ideologizada cuya capacidad plantea importantes incógnitas». Sus partidarios nos contestaron entonces que minusvalorábamos a una mujer valiente y decidida que iba a arremangarse hasta sacar el cuerpo magullado del presidente de los pies de los caballos de la crisis.

Pero aquellas incógnitas ya se han despejado y todas para mal. Desde su salto a la palestra a comienzos de mayo de 2009 con la majadería de los «brotes verdes» -nunca en la historia de la botánica hubo especie vegetal que tardara tanto en germinar- hasta la mentira descarada con la que esta semana trató de tapar su enésima rectificación y todo el estropicio causado alrededor, los peores augurios se han cumplido; y hétenos aquí que los numerosos errores de la política económica de Zapatero han quedado siempre amplificados y sus escasos aciertos más atenuados todavía por una ejecución caótica e incompetente.

El principal, el único culpable de este estado de cosas es el propio presidente que se dejó arrastrar por las motivaciones personales de su jefe de gabinete, José Enrique Serrano, por el deseo de Rubalcaba de compensar el protagonismo currante de la vicepresidenta De la Vega con una segunda mujer extraída de su órbita santanderina y muy especialmente por la propia fantasía de que él mismo podría ocuparse de la economía con una chica bien mandada y rápida al desenfundar al lado.

Tal y como reveló ese mismo otoño Victoria Prego, Zapatero reconoció abiertamente a Joan Ridao que «Solbes era el problema» que bloqueaba el acuerdo sobre financiación autonómica y que desde ese momento todo iría mejor porque bastaría «hablar con Elena». El portavoz de Esquerra Republicana tuvo la sensación de que el presidente se sintió aliviado al librarse de «un cajero tan incómodo, cicatero y tacaño» y sustituirlo por una dependienta entregada a tratar bien a sus clientes.

Esta referencia es esencial pues demuestra que lo peor de la gestión económica de la crisis no es que Zapatero se enterara tarde de la gravedad de lo que se venía encima, sino que cuando lo hizo echó la peor gasolina al fuego en forma de gasto desaforado y déficit. Su bombera pirómana ha sido esta mujer menuda, con la angustia permanentemente pintada en el rostro y esa notoria incapacidad para la comunicación política que enseguida llevó a Gistau a definirla como «desastre balbuciente».

El mero recuerdo de que lo que se acordó entregar a la Generalitat en aquella negociación -que Felipe González y muchos otros recomendaban aplazar hasta que escampara- fueron más de 11.000 millones de euros adicionales debería bastar para cubrir de vergüenza a quienes ahora dan el salto «cualitativo» de congelar las pensiones, incluso a costa de cargarse el Pacto de Toledo, por ahorrarse 1.500 millones. Sí, «cualitativo». O sea, algo que los mercados entiendan a la primera. Ese es el adjetivo que al parecer empleó el presidente en la fría conversación telefónica mantenida el miércoles con el líder de la oposición, tras la mediación como broker del mismísimo Emilio Botín. Menuda se estaría organizando en España si fuera el PP quien tomara una medida así, con un argumento así y una bendición así. «¡Cualitativo!».

Personas que la quieren bien han insistido en describirme a Elena Salgado como una mujer firme y de ideas claras, capaz de prevenir las mayores calamidades dentro de un Gobierno en el que, de la mano de Chaves, resurge el viejo socialismo Botejara; y en el que ella estaría dispuesta a dar cuantas batallas haga falta en pro de la ortodoxia económica. Pues si ha sido así, las ha perdido todas, desde la de la energía nuclear -zanjada por las supersticiones del propio presidente, que no cabe ni como hereje en la Iglesia Católica pero sienta plaza de integrista en la Ecológica- hasta esta última del impuesto sobre los ricos que tanto va a contribuir a empobrecer aún más al conjunto de los españoles, haciendo salir cual estampida de bisontes muchos miles de millones de euros con tal de expropiar unos pocos cientos.

Pero para mayor inri la única cualidad que se le presuponía, a partir de su larga trayectoria en la Administración, la de ser una gestora eficiente, también se ha desvanecido por completo para dar paso a una imagen, sí, calamitosa, de descoordinación y chapuza permanente. De hecho, este indigerible trago largo a base de un chorrito de improvisación, otro de arbitrariedad y una generosa dosis de falacias que nos ha pretendido suministrar esta semana a propósito de la prohibición de incrementar la deuda municipal, tenía ya al menos tres antecedentes en el desconcierto de la entrada en vigor de la ayuda de los 420 euros a los parados de larga duración, el intento de sabotaje del acuerdo -ahora dinamitado- que alcanzó De la Vega con los funcionarios y, sobre todo, el mete y saca de la ampliación del periodo de cálculo de las pensiones inicialmente incluido en el Programa de Estabilidad.

Nunca se me olvidará la mezcla de estupefacción y vergüenza ajena con que Nieves Goicoechea -la persona más competente y cabal que ha ocupado la Secretaría de Estado para la Información en mucho tiempo- me enseñó a bordo del Air Force One de Zapatero la nueva versión del documento ya enviado a Bruselas, en la que se omitía la referencia al ahorro de 4 puntos del PIB, fruto de ir ampliando la base de cálculo desde los actuales 15 años a 25. Estábamos a punto de despegar rumbo al Desayuno de la Oración de Washington y tuve la sensación de que para el presidente todo el episodio resultaba tan sorprendente como para sus restantes compañeros de viaje o para mí.

La pauta se ha repetido en esta ocasión casi milimétricamente. Primero a Elena Salgado y su equipo se les viene a la cabeza una ocurrencia con tan buenas intenciones como las de la Calamity Jane «heroína de la pradera» -garantizar a largo plazo las pensiones, contener la deuda de los ayuntamientos-; luego le dan una plasmación unilateral y arbitraria -¿por qué aumentar en 10 años el periodo de cálculo y no en cinco?, ¿por qué tratar de la misma manera a Gallardón, que debe 7.000 millones del ala, y a Hereu, que debe menos de 1.000?- y para colmo tiran por la calle de en medio sin encomendarse ni a Zapatero ni a Rodríguez. Aunque sólo fuera por no quedar como un hipócrita ante los alcaldes y concejales del PSOE, es inconcebible que si el presidente hubiera estado al tanto de lo que iba a salir el lunes en el BOE no hubiera hecho ninguna referencia a ello en su acto municipalista del domingo.

Pero lo peor de todo es el recurso a la mentira. Si en febrero difícilmente podía colar el bulo de que lo que se había enviado a la Comisión Europea era un mero «ejemplo» -como si las relaciones institucionales en la Unión se rigieran por las mismas reglas que las tertulias radiofónicas- en mayo nadie se ha tragado la trola monda y lironda del «error» en el BOE. Entre otras razones porque tanto Chaves como el propio Zapatero han escarnecido deliberadamente a Salgado divulgando la verdad: fue una «rectificación», fue una «decisión» que sustituía a la anterior.

Si el presidente fuera consecuente con esta admisión de los hechos que, por cierto, puede originarle serias complicaciones jurídicas, pues implica reconocer que el texto convalidado por un voto en el Congreso no fue el aprobado por el Consejo de Ministros, lo primero que haría esta semana sería destituir a Elena Salgado. O pongamos aceptar su dimisión. Mataría tres pájaros de un tiro: castigaría el recurso a la mentira como forma de acción política, se quitaría de encima a una persona completamente sobrepasada por la situación y tendría un pretexto para acometer esa renovación profunda del Gobierno que le han pedido Barreda y otros líderes socialistas y que le permitiría intentar resurgir cual ave fénix, planteando y ganando una cuestión de confianza.

Pero nada de eso va a suceder por la sencilla razón de que tal y como le ocurrió a Calamity Jane, dedicada durante los últimos años de su vida a interpretar la caricatura de sí misma en el Wild West Show de Buffalo Bill, nuestra Calamity Helen no es ya sino una pobre caballista disparando tiros de guardarropía bajo una raída carpa en la que el director de pista no se entera de lo que está pasando en la jaula de los leones, mientras una pareja de payasos despiporra al personal con el pinganillo de la traducción simultánea del cordobés al sevillí y ya hay otro dúo de augustos ensayando el chiste de que van a convocar una huelga general que de antemano dicen que no servirá para nada.

O sea que el problema no es que a Zapatero le crezcan los enanos, las bajitas, los farsantes y los compañeros del metal, sino que su circo, como el show de Buffalo Bill, no es más que una falsificación estereotipada de un pasado largo tiempo desvanecido. Nunca existió una salida para la crisis económica basada en la protección social a cuenta del déficit, de la misma manera que nunca existió ese Salvaje Oeste en el que siempre ganaban los buenos que tanto entretenía a las sedentarias audiencias del Este. Ahora que se le cae la ceja, ahora que se le arruga el talante, esta es una izquierda más vieja que las películas de vaqueros de antes del tecnicolor.

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