Castrados e impotentes
Cada personaje en Pop...y patatas fritas tiene su propio drama; es decir, su dolor personal, su frontera erizada en el desafecto de los demás. El de Paco, aunque lo parezca, no es Chity, sino Tere; el de Tere, su ex marido; el de Javi, una novia que lo deja por las repercusiones que, en su conducta personal, pueda tener el nombre del grupo musical a que pertenece: «Castrados e impotentes». En esta red de desencuentros entre una profesora cuarentona, una vivalavirgen nostálgica, un escritor sin futuro y un músico desesperado y beodo, trata de reflejarse el espíritu, el lenguaje y la sentimentalidad de estos tiempos.
Los personajes son simpáticos, incluso bondadosos, y caen bien a la gente y público en general. Si son incapaces de reflejar el nervio auténtico y profundo del tiempo al que pertenecen, no lo son tanto que muchos espectadores no puedan reconocerse en ellos. Por otra parte, los actores también son muy simpáticos y caen bien: está la belleza efervescente de Cristina Higueras; la belleza de gran dama de Mercedes Alonso; el oficio seguro de Juan Meseguer y la espontaneidad, desnortada a veces, de Gabi Martín. Y el sentido del ritmo y la fluidez de la dirección de Catena.
La moraleja del cuento es de un moderado y discreto optimismo que viene a decir, más o menos: no hay dolor que cien años dure ni pacto sentimental que no pueda arreglarse con un poco de buena voluntad, una razonable confianza en las insuficiencias de la vida y otra, no menos razonable, en la capacidad de adaptación de los humanos. Habrá quien diga que esta placentera armonía universal se consigue a costa de sacrificar el impetuoso sentido de la libertad de Chity, la vivalavirgen. Pero también es verdad que ese ímpetu acaba, primero en un ataque de histeria y luego en el altar matrimonial. Esa agridulce sensación de amable fatalidad, esa indefinición entre la libertad de la pasión y el sometimiento a la razón práctica, gusta al público. Y también le gusta, aunque lo divida, la discusión entre las dos mujeres sobre sus respectivas moralidades.
Lástima que todo esto no esté convincentemente «dramatizado», es decir trasladado a un lenguaje teatral válido y reconocible por sí. Pero en Pop...y patatas fritas hay un fin de semana en El Escorial de infinitas posibilidades y sugerencias; una noche prematrimonial tórrida y de alto voltaje y una guitarra, cuyo sentido salvador y triunfal resurge a última hora. Con esto y en verano, la gente lo puede pasar bomba.
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